SALAMBO

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Crítica literaria gamberra, enloquecida y con mucho cachondeo de Salambó de Gustave Flaubert

¿Quién demonios pidió una novela sobre Cartago, dioses con hambre de sangre y sacerdotes más raros que un influencer que recomienda ayuno intermitente para camellos? Pues Gustave Flaubert, el mismísimo autor de Madame Bovary. Sí, el señor que se dedicó a hundirnos en el aburrimiento marital de Emma de repente dijo:
“¿Y si en lugar de adulterios burgueses pongo elefantes aplastando gente, mercenarios enloquecidos y sacerdotes que hacen más sacrificios que un carnicero en rebajas?”.
Y nació Salambó.

Bienvenidos a una de las novelas más descomunales, sangrientas, exóticas y barrocas del siglo XIX. Y, al mismo tiempo, una de las más cómicamente absurdas si la lees con ojos modernos. Porque, vamos a ver: ¿qué clase de historia mezcla a una sacerdotisa virgen con un ejército de mercenarios borrachos, dioses que huelen a barbacoa humana y un collar que desata más guerras que Tinder mal gestionado?


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La historia: una telenovela con elefantes y sangre a litros

La trama parece escrita después de que Flaubert se diera un atracón de especias, incienso y anfetaminas. Tenemos a Cartago (la ciudad más presumida del Mediterráneo, que básicamente era como Dubai pero con menos rascacielos y más ídolos de piedra). Allí gobiernan unos barandas que deben pagarle a sus mercenarios… pero se les “olvida” la nómina. Y claro, ¿qué hacen los mercenarios? Pues montar un after eterno, rebelarse y comenzar una guerra.

Mientras tanto aparece Salambó, la hija del general Hannón, que es una especie de mezcla entre sacerdotisa virginal, modelo de perfumes exóticos y fanática de Tanit, la diosa cartaginesa del amor. Lo que viene siendo la “influencer espiritual” de la época. Su función en la novela no está muy clara: a ratos es un póster decorativo con túnicas de lentejuelas, a ratos una mártir histérica, y a ratos una especie de “arma de destrucción masiva” con pestañas postizas.

El problema gordo es que uno de los jefes mercenarios, Matho, se queda loquísimo con ella. Amor tórrido, obsesión enfermiza, pasión de telenovela. Pero como no existía WhatsApp para mandarle un “holi, ¿te gusto?”, decide lo más lógico: robarle el zaïmph, un velo sagrado de la diosa Tanit. Sí, señoras y señores: toda la guerra se complica por culpa de un trapito. Lo mismo que hoy pasaría si alguien le birlara a Rosalía su vestido de los Grammys.

El resto es un festival: batallas, traiciones, sacrificios humanos, orgías de sangre, sacerdotes delirando y elefantes aplastando a soldados como si fueran croquetas. Flaubert no ahorró en espectáculo: es como Juego de Tronos pero con más incienso y sin dragones, aunque casi.


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Los personajes: caricaturas vivientes con toga

Salambó: La pobre pasa toda la novela entre desmayos, miradas intensas y poses de estatua. Es como la típica protagonista de telenovela que nunca toma decisiones, pero todo gira en torno a ella. Virginal, mística, devota… aunque en el fondo parece que siempre tiene un ventilador de peluquería apuntándole para que el velo ondee dramáticamente.

Matho: Mercenario enamorado hasta las trancas. Una especie de Conan el Bárbaro con complejo de Romeo. Su plan maestro para conquistar a la chica es invadir Cartago, matar a medio mundo y rezar porque eso la impresione. Spoiler: no funciona. Si hubiera existido Tinder, le habrían hecho “ghosting” en la primera cita.

Narravas: Otro mercenario, más listo y calculador. En el fondo, el típico “amigo del grupo” que se queda con el botín mientras los demás hacen el idiota. Un superviviente nato, pero sin glamour.

Los sacerdotes de Moloch: Aquí es donde Flaubert se pasa de rosca. Estos tipos son lo más creepy del libro: organizan sacrificios humanos en masa, queman niños como si fueran piñatas y lo hacen todo con cara de “qué gran idea, mañana más”. Son tan exagerados que hoy no desentonarían en un documental de Netflix titulado Cultos Extraños y su Dieta de Fuego.

Los elefantes: No son personajes con diálogo, pero merecen su mención. Estos pobres paquidermos terminan drogados, atados y lanzados en batalla. Básicamente los primeros tanques de la historia. Y como buenos tanques, acaban destrozados. Una metáfora animal sobre lo mal que acaba siempre servir de herramienta a políticos y generales idiotas.


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El mensaje: ¿qué demonios quiso decir Flaubert?

La moraleja de Salambó es como esas galletas de la suerte que te dejan más confundido que iluminado. Entre tanta sangre, velos sagrados, dioses hambrientos y romances psicóticos, lo que parece quedar claro es:

1. Las guerras empiezan siempre por una chorrada. En este caso, por una tela. Sí, la humanidad puede destruirse entera por un trapito sagrado. Y si no, que le pregunten a Helena de Troya.


2. Los dioses inventados por los hombres son más crueles que cualquier dictador. Moloch y Tanit se llevan el premio a la divinidad más “sanguinaria del mes”. Da la impresión de que lo único que quieren es barbacoa de carne humana a todas horas.


3. El amor obsesivo es peor que una factura de Vodaphone. Matho cree que conquistar a Salambó lo salvará, pero lo único que consigue es arrastrar más sangre y sufrimiento. Una lección clara: el “amor loco” no es romántico, es estúpido.


4. Cartago paga siempre sus errores. O no los paga, porque el origen de todo es que no soltaron la nómina de los mercenarios. Aquí Flaubert nos deja la gran enseñanza de que si no pagas a tus empleados, se te monta una huelga de proporciones bíblicas. Con elefantes.




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El estilo de Flaubert: prosa barroca y pirotécnica

Flaubert se lució. Se nota que el hombre viajó a Túnez, se empapó de ruinas, desiertos y especias, y lo volcó todo en la novela. El resultado es una prosa recargadísima, llena de incensarios, tapices, amuletos, túnicas, armaduras y metáforas. Leer Salambó es como entrar a un bazar árabe donde cada frase te mete en la cara un color, un olor y un sacrificio humano.
Eso sí: entre tanto adorno, uno casi se pierde. Hay párrafos que parecen catálogos de IKEA versión cartaginesa. Pero nadie puede negar que es un espectáculo visual. Si existiera el cine en 1862, habría sido la superproducción más cara de la década, con presupuesto de cien mil camellos.


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La conclusión: tragedia monumental y moraleja absurda

Al final, como buena novela de Flaubert, todo acaba mal. Matho muere en plan mártir trágico, Salambó también (spoiler: la pobre no aguanta tanta épica) y Cartago se queda sumida en la desolación. Vamos, que nadie sale contento. Ni los mercenarios, ni los cartagineses, ni los lectores que buscaban una comedia romántica ligera.

Pero lo cierto es que, vista con ojos de hoy, Salambó es tan excesiva que resulta divertidísima. ¿Sacrificios humanos? ¡Check! ¿Guerras por un velo? ¡Check! ¿Elefantes drogados y descontrolados? ¡Check! ¿Protagonista femenina que se pasa la vida en trance místico? ¡Check! Si esto no es material para un cómic gamberro, no sé qué lo es.


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Valoración final:

Salambó es como ese primo raro que aparece en la cena familiar vestido de druida y declama poemas mientras bebe ron. A veces incomoda, a veces fascina, pero nunca aburre. Es un monumento al exceso literario, un carnaval de barbarie, un espectáculo de sangre y lentejuelas.

Si Madame Bovary era el drama burgués de “me aburro en mi matrimonio”, Salambó es la explosión de pólvora, incienso y sangre. Flaubert se desató y escribió la madre de todas las epopeyas kitsch.

Así que, querido lector: si alguna vez quieres leer una novela que parezca un videoclip de Rammstein rodado en el desierto, con coreografía de elefantes y música de tambores humanos… Salambó es tu libro.

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Salambó versión siglo XXI

En pleno centro comercial de Cartago Plaza, un viernes de rebajas, estalló la tragedia. La tienda de moda “Tanit Fashion” había lanzado un velo exclusivo —el zaïmph edición limitada— y la gente se lanzó sobre él como si fuera el último cargamento de croquetas gratis en la historia de la humanidad.

La primera en aparecer fue Salambó, influencer espiritual con cien mil seguidores en TikTok. Siempre vestida de blanco, hablaba de yoga, astrología y dietas detox a base de dátiles. Su misión: proteger el velo sagrado, prenda estrella de la colección primavera-verano.
—¡Nadie toca mi zaïmph! —gritó, con filtro angelical incluido.

Pero ahí estaba Matho, líder de los mercenarios de gimnasio, esos chavales tatuados que se pasan la vida levantando pesas y subiendo selfies sudorosos a Instagram. Matho se había obsesionado con Salambó desde que vio uno de sus vídeos bailando bachata mística.
—Ese velo será mío —rugió, flexionando bíceps como quien prepara una declaración de amor.

Detrás apareció Narravas, un buscavidas que revendía entradas de conciertos y zapatillas limitadas. Olió negocio en el aire y gritó:
—¡El que consiga el velo, que me lo pase, que yo lo subasto en Wallapop!

Mientras tanto, el centro comercial se convertía en campo de batalla. Los vigilantes de seguridad parecían legionarios romanos, armados con walkie-talkies y cara de “me pagan demasiado poco para esto”. El Burger King cerró por miedo, y los clientes de Zara usaban perchas como armas improvisadas.
De pronto llegaron los sacerdotes de Moloch, que en el siglo XXI eran un grupo de burócratas municipales de urbanismo. Llevaban corbatas feas, carpetas y un sello gigante con el que arruinaban cualquier proyecto. Querían apropiarse del velo para declararlo “bien de interés cultural” y organizar un sacrificio burocrático: veinte horas de papeleo sin interrupción.

La lucha fue épica: Matho corriendo con el velo, Salambó desmayándose cada tres minutos, Narravas intentando vender entradas falsas para la pelea, y los burócratas persiguiéndolos con expedientes administrativos. Entre tanto, el Carrefour liberó a sus carritos de compra en modo estampida. Como elefantes modernos, arrasaron con todo.

Al final, Matho logró entregar el velo a Salambó, creyendo que así se ganaba su amor. Ella, con lágrimas en los ojos y fondo de música épica (patrocinada por Spotify Premium), declaró:
—Te agradezco, Matho… pero eres Aries y yo solo salgo con Piscis ascendente Virgo.

Matho cayó derrotado, no por la guerra, sino por la astrología. Narravas se fugó con el botín de un cajero automático y los burócratas organizaron una comisión eterna que aún hoy no ha terminado.

Cartago Plaza cerró en quiebra, y en el solar levantaron un gimnasio low-cost donde Matho entrena hasta hoy, soñando con que Salambó le dé un “me gusta” algún día.

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