MADAME BOVARY

MADAME BOVARY




 Crítica literaria gamberra y desmelenada de Madame Bovary

Si alguna vez pensaste que tu vida era aburrida porque tu vecino tiene Netflix 4K y tú sigues con el Wi-Fi que se corta en medio del episodio, espera a conocer a Emma Bovary, la reina absoluta del “me aburro con mi vida y quiero drama a cucharadas”. Madame Bovary no es solo una novela: es el reality show decimonónico por excelencia, con amores prohibidos, deudas impagables y un desenlace que deja al espectador (o sea, al lector) con cara de “¡pero mujer, no hacía falta llegar a tanto!”.

Porque sí, amigos, Flaubert nos regaló una de las grandes telenovelas de la literatura universal, solo que disfrazada de obra seria y profunda, para que los críticos con monóculo pudieran decir: “¡Oh, qué realismo más sublime!” mientras en realidad estaban pensando: “Esto es más adictivo que La que se avecina”.


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El argumento: la gran tragicomedia del aburrimiento

La historia, resumida sin tanta pompa, es más o menos así:

1. Emma se casa con Charles Bovary, un médico buenazo pero más soso que un yogur natural sin azúcar.


2. Ella espera que el matrimonio sea como vivir en una novela rosa: bailes, pasiones ardientes, carruajes desbocados y pianistas románticos tocando mientras llueve.


3. La realidad: consultas médicas rutinarias, meriendas aburridas, una suegra metomentodo y un marido que ronca.


4. Emma piensa: “Esto no puede ser todo en la vida, ¡yo quiero acción!”.


5. Se mete en líos sentimentales con galanes que prometen el oro y el moro, pero que en realidad son más bien el estaño y el barro.


6. Como si fuera poco, empieza a gastar como si tuviera tarjeta black ilimitada: vestidos, muebles, caprichitos varios.


7. Deuda va, deuda viene, promesas de amor se derrumban, y la pobre Emma acaba tragándose un cóctel nada saludable de arsénico.


8. Final: Charles se queda destrozado, y Flaubert remata el pastel con un epitafio literario: “¡Y cuidado, lector, que esto pasa por leer demasiadas novelas románticas!”.



O sea, Madame Bovary es la historia universal del autoengaño, pero contada con tanta maestría que te ríes, te desesperas, te indignas y al final te quedas pensando: “Oye, pues Emma soy un poco yo cuando me arrepiento de haber pedido otra ronda en el bar sin mirar la cartera”.


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Los personajes: caricaturas del drama rural

Emma Bovary: La diva frustrada. Tiene más sueños que un opositor a astronauta y menos paciencia que un adolescente sin cobertura. Lo suyo no es amor: es un hambre voraz de emociones. Ella quiere ser protagonista de un culebrón épico, pero lo que consigue es un sainete. La pobre es tan humana que resulta entrañable, aunque se meta en cada berenjenal que da ganas de gritarle: “¡Emma, cariño, no compres más cortinas de seda a crédito!”.

Charles Bovary: El buenazo tontorrón. Médico de pueblo, honesto, cariñoso, pero más plano que un encefalograma de piedra. Vive feliz en su grisura hasta que la vida (y Emma) le pasan por encima como un tractor. Es el tipo que llega tarde al chiste, nunca entiende el sarcasmo y cree que su mujer solo necesita un abrazo cuando en realidad pide un volcán.

Rodolphe: El galán de pega. Guapo, rico, encantador… hasta que toca comprometerse. Entonces se esfuma más rápido que un ligue de Tinder cuando le hablas de hipotecas. Para él, Emma no es más que un entretenimiento de sobremesa. Le dedica frases bonitas y luego la abandona con un “te escribo un WhatsApp… digo, una cartita después”.

Léon: El amante meloso. Es como Rodolphe pero con menos carisma y más empalago. Es ese que te escribe poemas con rimas de dudoso gusto y que, cuando te abraza, parece más un gato necesitado que un hombre apasionado. Emma se lanza a sus brazos porque, oye, algo había que hacer para no mirar el reloj.

Monsieur Lheureux: El comerciante infernal. El diablo en versión tendero. Ese hombre que te fía con sonrisa amable, pero en realidad está afilando la guillotina de tus deudas. Es la representación literaria de la tarjeta de crédito: seductor, amable, y al final destructor.



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El mensaje: cuidado con soñar demasiado… y con comprar a plazos

Flaubert, que se las daba de realista empedernido, en realidad nos dejó una especie de manual para la vida moderna:

1. No idealices todo lo que lees. Si piensas que tu vida será como la de las novelas románticas, acabarás decepcionado. Es como esperar que tu dieta keto se parezca a las fotos de Instagram: jamás ocurrirá.


2. Cuidado con las compras compulsivas. Emma gastaba en vestidos y cortinas; hoy sería Zara, Amazon y el iPhone último modelo. Mismo problema, distinto envoltorio.


3. Los amantes no siempre cumplen lo que prometen. Spoiler: casi nunca.


4. El aburrimiento es más letal que el arsénico. Si no lo gestionas, terminas buscando emociones donde no deberías.



En resumen: Madame Bovary es un cuento moral disfrazado de novela realista, pero con más chispa que un sermón dominical. Es Flaubert guiñándote el ojo y diciéndote: “Mira cómo la vida de esta mujer se va al garete porque se dejó llevar por el hype”.


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Lo divertido del drama

Lo más genial de todo es que la novela está escrita con tanta seriedad que el contraste con la trama produce un efecto involuntariamente cómico. Es como si alguien narrara el guion de Gran Hermano con la solemnidad de un notario.

Piensa en la escena de Emma y Rodolphe planeando escaparse juntos. Todo huele a romanticismo extremo, a epopeya sentimental… y de pronto él, con dos narices, se raja en el último segundo. Resultado: Emma llorando como si la hubieran eliminado en la primera gala de Operación Triunfo.

Y ni hablar del final: el famoso suicidio con arsénico. Trágico, sí. Horrible, por supuesto. Pero Flaubert lo describe con tanto detalle que casi parece un sketch negro: vómitos, desesperación, Charles llorando y los acreedores afilando las garras. Un auténtico “reality literario de catástrofes”.


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Conclusiones: ¿por qué seguir leyendo Madame Bovary hoy?
Porque Emma somos todos, un poquito. El que se aburre de su rutina, el que sueña con una vida más glamurosa, el que se mete en gastos que no puede pagar, el que se ilusiona demasiado pronto con alguien que no vale la pena. Es la novela de los desengaños universales, solo que narrada con tanta elegancia que, aunque te rías, también te hace pensar.

Y además, es divertidísimo ver cómo una novela que en su tiempo fue escándalo total (“¡una mujer adúltera en primera plana, sacrilegio!”) hoy nos parece casi un capítulo de cualquier serie turca de sobremesa. Eso sí, con frases más bonitas y mejor gramática.

Así que, si tienes un rato, léela. Ríete de la intensidad de Emma, suspira con la mediocridad de Charles, maldice a los amantes de pega y, sobre todo, mira de reojo tu tarjeta de crédito. Porque lo último que quieres es acabar como Madame Bovary: rodeado de facturas y con cara de “¿en qué momento se me ocurrió meterme en esto?”.


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Epílogo gamberro

Al final, Madame Bovary no es solo literatura: es un espejo de nuestras pequeñas (o grandes) tonterías humanas. Flaubert dijo: “Madame Bovary, c’est moi”. Pero, seamos sinceros, Madame Bovary somos todos cada vez que:

Queremos emoción en un lunes aburrido.

Nos convencemos de que esa compra compulsiva era “necesaria”.

Nos dejamos llevar por promesas que huelen a cuento chino.

Exageramos la vida para sentirnos protagonistas de algo épico.


Emma no murió en vano: nos dejó una lección universal… ¡y un novelón que, si se leyera con gafas de humor, se disfruta como la mejor tragicomedia jamás escrita!

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 Madame Bovary versión 2.0: tragedia con Wi-Fi

Emma Bovary no nació en un pueblecito aburrido de Normandía, sino en un bloque de pisos de una ciudad de provincias donde el único acontecimiento cultural era la inauguración de un Mercadona nuevo. Se casó con Carlos Bovary, un médico de familia simpático pero más plano que una tostada sin mantequilla. Carlos era feliz con su vida: consultas rutinarias, tardes de fútbol y cenas de pizza congelada.

Pero Emma… ¡ay, Emma! Ella quería otra cosa. Se había criado devorando Bridgerton en Netflix, La Vecina Rubia en Instagram y novelones de autoayuda tipo Ámate a ti misma aunque tu suegra te odie. Así que cuando se encontró atrapada entre los ronquidos de Carlos y el gotelé del salón, pensó: “¿Esto es todo? ¡Necesito pasión, glamour y vestidos caros de Zara edición limitada!”.
 

Un día conoció a Rodolfo, empresario del polígono industrial, dueño de un concesionario de coches de segunda mano con más brillo en los dientes que en el escaparate. Rodolfo le prometió viajes, amor ardiente y un Tesla. Emma, obnubilada, pensó que por fin la vida le sonreía. Pero cuando llegó la hora de escaparse juntos, Rodolfo la dejó plantada con un WhatsApp de tres líneas y un emoji de coche 🚗. Tragedia contemporánea.

No pasa nada, porque Emma era incansable en sus dramas. Más tarde conoció a León, un becario de biblioteca con coleta artística que escribía poemas en servilletas del Starbucks. “Eres mi musa, mi constelación, mi playlist en bucle”, le susurraba. Emma, emocionada, cayó rendida… hasta que descubrió que León vivía con sus padres y que su idea de cena romántica era una hamburguesa del menú del día.

Mientras tanto, Emma se había dejado media nómina en Shein, Amazon y cursos online de “cómo ser feliz en 10 pasos”. El comerciante Lheureux era ahora el banco, la tarjeta de crédito y Klarna en una sola aplicación diabólica. “Páguelo a plazos”, decía la pantalla. Emma aceptaba, sonriente, sin saber que estaba firmando su condena digital.

Al final, las deudas la alcanzaron. En un ataque melodramático, Emma intentó hacer un directo en TikTok explicando su tragedia: “¡El mundo me ha fallado, los hombres me han fallado, Zara me ha fallado!”. Pero solo la vieron tres personas: una tía lejana, un bot ruso y un adolescente que comentó “ok boomer”.
 

Conclusión: Madame Bovary hoy no muere de arsénico, sino de vergüenza viral y recibos impagados. Y Carlos, pobre Carlos, siguió queriéndola incluso después de todo, convencido de que lo único que necesitaba su mujer era cambiar la tarifa de Internet. 

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