JANE EYRE
JANE EYRE
"Jane Eyre: o cómo una institutriz chiquita, pobre y con pinta de espinaca hervida le da una clase de dignidad, fuego interno y sarcasmo pasivo-agresivo al mismísimo machote de las cumbres"
¡Ay, Jane Eyre! Esa novela que todos hemos hojeado con cara de “esto va a ser un tostón victoriano con corsés, niebla, y señoras tomando el té en silencio”... y ¡sorpresa! Nos encontramos con una historia que parece escrita por una tía soltera con un látigo en una mano y un diccionario de valores feministas del siglo XXI en la otra. ¿Cómo lo hizo Charlotte Brontë en 1847? ¿Tenía una máquina del tiempo? ¿Un horóscopo muy atinado? ¿Una conexión Wi-Fi con el futuro?
La cosa empieza en la infancia de Jane, que podríamos titular como "Misery para niñas bien". Nuestra heroína arranca el libro como una huérfana apaleada por la vida, con menos amor propio que una planta de oficina y viviendo con una tía con menos alma que un zapato mojado. Y todo esto narrado con un tono tan sobrio, tan templado, que parece que Jane estuviera diciendo “me pegaron, me encerraron, me insultaron… pero en fin, ¿quién no tiene un mal lunes?”. Spoiler: su infancia es como si Dickens hubiera escrito un episodio de La Casa de los Horrores.
Después de un paso por la escuela de Lowood, que en realidad debería llamarse LowMood(Mal humor), donde la calefacción es opcional, el desayuno es castigo y la tuberculosis es deporte nacional, Jane sobrevive. Porque sí, Jane es como un cactus emocional. No necesita agua, ni sol, ni cariño. Solo necesita un poquito de justicia y ya te mira como diciendo: “te juzgo en silencio”.
Y entonces... ¡BOOM! Aparece Thornfield Hall. O lo que es lo mismo: el castillo gótico con niebla, pasillos que crujen y señores ricos con misterios. Entra en escena el señor Rochester, que es como si Heathcliff hubiese tenido un hijo con Mr. Darcy y luego lo hubieran dejado en remojo en vinagre. Rochester es rico, hosco, emocionalmente torpe, y tiene la extraña habilidad de declararse enamorado como si estuviera ofreciendo un seguro de vida.
Pero Jane, ay, Jane, no es una flor delicada. Ella le responde con la flema británica de quien ha visto la muerte en forma de gachas de avena mal cocidas. No se deja impresionar por caballos briosos, ni por jardines góticos, ni por cejas fruncidas. Jane tiene algo mejor: la dignidad de quien sabe que aunque cobre poco, al menos no es un memo. Y cuando Rochester intenta cortejarla con su "yo soy feo pero interesante y atormentado", ella le suelta unos discursos que hoy serían tweets virales con hashtag feminista.
Pero no todo es romance. ¡NO, SEÑORES! Aquí viene el giro inesperado más demencial: Rochester tiene una esposa LOCA encerrada en el ático. ¡PUM! Una mujer desquiciada, despeinada, que incendia cosas y ruge por los pasillos como si fuera un gato con gastritis. ¡Y nadie lo comenta! Ahí está, en la buhardilla, como quien guarda un perchero viejo. Y Jane, que se entera justo el día de su boda (¡¿qué clase de Tinder victoriano es este?!), hace lo impensable: le dice que NO. Que no se casa con un tipo que tiene una esposa zombi en el desván. ¡Bravo, Jane! ¡Dignidad primero, pasión después!
Y se va. Porque Jane, además de digna, es una artista del drama. Cruza páramos, duerme al raso, casi muere de hambre, pero jamás, JAMÁS, pierde su postura de “a mí no me embauca ni un barón inglés con voz profunda y problemas emocionales”.
Entra entonces St. John Rivers, un primo misionero que parece sacado de una propaganda de yoga vegano. Bello, frío como un frigorífico sin luz, y empeñado en que Jane lo acompañe a predicar la palabra de Dios en la India. Jane, que está tentada por el sentido del deber pero con cero atracción por este Ken espiritual, le dice que no con esa elegancia con la que se mandan a paseo las sectas.
Y cuando ya creemos que Jane va a terminar sola, hilando calcetines para los pobres y enseñando latín a ciegos, ¡PAM! Oye el grito psíquico de Rochester (no pregunten, cosas del gótico) y vuelve a Thornfield. ¿Y qué se encuentra? El mansión en ruinas, la loca muerta (se tiró por una torre como si fuera una versión proto-Gollum) y a Rochester más ciego y quemado que un croissant olvidado en el horno. ¡El final feliz más accidentado de la historia!
Pero no, no es trágico. Jane ahora tiene herencia, autoestima y amor. Se casa con él porque quiere, no porque lo necesita. ¡Jane Eyre se convirtió en la Beyoncé victoriana!
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Personajes para el recuerdo (y la caricatura)
Jane Eyre: Pequeña, flacucha, seria, pero con más agallas que un tiburón en huelga. Reina absoluta del autocontrol. Podría quemarse viva y decir "bueno, esto se calienta un poco".
Edward Rochester: Caballero inglés con trauma, pelo revuelto y un don para decir cosas románticas de forma pasivo-agresiva. Un “me gustas, pero no tanto como mi dolor existencial”.
Bertha Mason: La loca del ático, pobre mujer jamaiquina que hoy sería caso de psiquiatra, pero en la novela es el equivalente a un sobresalto gótico. Ella merece su propia novela. (Jane Eyre II: The Fire Strikes Back).
St. John Rivers: El primo que quiere casarse por conveniencia misionera. Romántico como una libreta de impuestos.
Mrs. Fairfax: Ama de llaves con cara de saber más de lo que dice. El tipo de señora que te da galletas y al mismo tiempo te clava indirectas como puñales.
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El mensaje:
Jane Eyre parece decir: “Querida lectora, puedes ser pobre, fea, huérfana y tener un armario con dos vestidos, pero si tienes dignidad, carácter y sabes cuándo decir NO a un tío con esposa pirómana… vas bien.” Es un canto a la integridad, al amor propio, y a las segundas oportunidades, pero sin cursilerías. Con fuego, ruinas, y una protagonista que no se deja manipular ni por el amor ni por el deber.
Charlotte Brontë nos coló un personaje completamente moderno en un mundo que no la merecía. Jane no quiere un príncipe ni un castillo ni un vestido con volantes. Quiere respeto, y si viene con casa y marido, bien. Pero si no, también.
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Conclusión:
Jane Eyre es como una bomba de dignidad envuelta en encaje. Parece lenta, pero te explota en la cara. Es un dramón gótico con alma feminista, una telenovela con valores literarios, una historia donde la heroína no es guapa ni rica ni mágica, pero termina ganando en todo porque no vende su alma ni aunque le prometan amor eterno con jardín.
Y lo mejor de todo: Charlotte Brontë se inventó el "a fuego lento" romántico antes de que existiera el fanfiction. Nos hizo sufrir, esperar, arder de anticipación… ¡y luego nos premió con una pareja quemada, ciega y feliz!
¿Una historia de amor? Sí, pero con sarcasmo, locura, incendios, y un corsé de acero moral. ¡Larga vida a Jane Eyre, la institutriz que dijo NO al drama... y SÍ a sí misma!
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"Jane Eyre 2.0: Amor, locura y cafeteras automáticas"
Jane Eyre trabaja como becaria mal pagada en un coworking del extrarradio, con más ojeras que sueldo, y una laptop que suena como un tren a vapor cada vez que abre el Excel. Vive en una habitación alquilada con moho emocional y una compañera de piso llamada Bertha, que se pasa el día gritando desde su cuarto oscuro mientras quema incienso y le prende fuego a cosas “para purificar la energía”.
Un día, Jane consigue trabajo como asistente virtual de Edward Rochester, CEO de Thornfield Tech, una startup de inteligencia artificial ubicada en una mansión reciclada como oficina-zen. Rochester, ese ser humano con el carisma de un gato gruñón y la intensidad emocional de una lista de reproducción de Lana del Rey, trabaja en bata de lino, habla en frases existenciales y tiene el raro talento de enamorar diciendo cosas como: “me recuerdas a una versión optimizada de mí mismo, pero con más humanidad”.
Jane, que desayuna dignidad con avena, lo mira con cara de “¿y este quién se cree? ¿Nietzsche con peinado de barista?”. Pero, en el fondo, se siente intrigada por ese caos con barba y trauma.
Todo va bien hasta que, en medio de una videollamada importante, se oyen gritos desde el altillo de la mansión/oficina. Jane, curiosa como la app del banco cuando detecta actividad rara, sube y descubre lo impensable: Bertha, su excompañera de piso, está allí encerrada, disfrazada de chamán psicodélica y atada con cables de impresora. Rochester admite, muy serio, que “fue un experimento de poliamor cuántico que salió mal”.
Jane cierra su laptop, su dignidad y su corazón y se larga. Cruza la ciudad en patinete eléctrico, duerme en un hostal vegano y casi acepta casarse con St. John Rivers, un influencer espiritual con podcast propio, que la quiere como esposa mística, acompañante emocional y filtro de Instagram.
Pero justo cuando iba a decir “OM”, oye una notificación en su móvil. Es Rochester: “Me quedé ciego actualizando el sistema. Ven.” Ella, que no es de piedra (ni de Siri), vuelve. Encuentra la mansión en ruinas, la loca liberada y a Rochester más chamuscado que su tostadora.
Se miran, se ríen, se besan. Jane ya no es becaria, tiene su propio negocio de coaching feminista y él se deja guiar por ella, literalmente y emocionalmente.
Y así, entre apps rotas, incendios metafísicos y mucho amor sin filtros, viven felices, modernos y medio locos.
Fin.
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