EL PASTELERO DE MADRIGAL

EL PASTELERO DE MADRIGAL






Crítica literaria (o dulce tortazo en prosa) de El Pastelero de Madrigal

Señoras, señores, golosos y literatos, hoy les traigo la receta más descabellada de la literatura del siglo XIX: El Pastelero de Madrigal, una novela que mezcla historia, romanticismo, aventuras, monarquía, tartas de identidad equivocada, y una pizca de bizarría tan intensa que dan ganas de comérsela a cucharadas… o lanzarla por la ventana, según el humor. Escrita por Manuel Fernández y González, también conocido como “el Dickens castizo con sobredosis de dramatismo”, este pastel literario es una joyita del folletín decimonónico donde lo grotesco y lo genial se baten a duelo a cada página.

Trama: ¡Sorpresa, el pastel eres tú!

La trama, ay madre, la trama… ¡Qué tartazo de confusión tan bien batido! Resulta que tenemos a un joven pastelero llamado Gabriel, que vive tan feliz en Madrigal (¡qué bucólico suena eso!) amasando rosquillas y repartiendo hojaldres, hasta que un buen día —¡chan, chan!— aparece la loca revelación: ¡no es un simple repostero! ¡Es el mismísimo rey don Sebastián de Portugal, que no está muerto como dicen las crónicas, sino viviendo de incógnito entre bizcochos! ¡BOOM!

Esto, que podría parecer el argumento de un episodio muy extraño de MasterChief Monárquico, se convierte en una epopeya desmadrada en la que Gabriel-Sebastián se debate entre ser pastelero o monarca, entre los merengues y las coronas, entre la vida tranquila de horno y cucharón o la de capa, espada y trono. ¡Un dilema más grande que un brazo de gitano familiar!

Pero claro, como todo folletín que se precie, la cosa no puede quedarse ahí. Hay traiciones, envenenamientos, cartas secretas, pasadizos ocultos, y villanos con bigote retorcido que planean destronar, asesinar, o simplemente molestar a Gabriel en su doble vida. Todo esto mientras el pobre hombre se pregunta si no estará mejor vendiendo empanadas.

Los personajes: entre hojaldres y desvaríos

Ah, los personajes. Aquí no hay quien se aburra. El autor, como buen alquimista del drama con levadura, ha mezclado ingredientes variopintos:

Gabriel/Don Sebastián, nuestro protagonista, es una mezcla de Hamlet, Napoleón, y repostero de barrio. Tiene cara de pan, alma de mártir y una tendencia al melodrama que ni los actores de culebrón turco. Un minuto está llorando su destino, al siguiente está horneando tortas con mirada épica. ¡Maravilla!

Doña Isabel, la mujer fuerte y valiente, noble hasta en las uñas, que lo mismo rescata al héroe como lo pone en su sitio si se le sube el azúcar a la cabeza. Es la típica heroína de folletín, con corazón de oro y temple de acero, pero con una pasión por las frases intensas que haría sonrojar a Corín Tellado.

Los villanos, ay, qué maravilla de malvados tenemos aquí. Con nombres como Don Baltasar y caras de “me lo guiso y me lo traiciono”, son la guinda podrida del pastel. Maquiavélicos, embaucadores y con el ceño permanentemente fruncido, hacen lo imposible por destruir la paz repostera del reino.

Y no olvidemos al pueblo, ese coro de voces que pasa de idolatrar al pastelero a querer lincharlo en menos de lo que tarda en enfriarse una natilla. ¡Qué volubles, qué teatreros, qué españoles!


El mensaje: la tarta de la identidad perdida

Detrás de tanto bizantinismo narrativo y azúcar glas literario, la novela nos planta una pregunta muy seria, envuelta en merengue: ¿quiénes somos, realmente? ¿Lo que nacemos? ¿Lo que nos dicen que somos? ¿O lo que decidimos ser entre capas de hojaldre y realidad?

El pastelero no quiere el trono, quiere su horno. ¡Y con razón! Cada vez que intenta ejercer de rey, se desata un caos más grande que un soufflé colapsando. En cambio, cuando hornea, todo es paz, dulzura y sentido. ¿No será que el auténtico mensaje de la novela es una oda al oficio sencillo, a la vida modesta pero honesta? ¿Una rebelión contra el destino escrito por sangre azul?

O quizá no. Quizá el autor simplemente quería liarla parda y crear una historia que hiciera llorar, reír, suspirar, gritar “¡¿pero qué está pasando?!” cada tres páginas. Y eso, francamente, también está bien.
Estilo: Napoleón de palabras y bizcocho de excesos

Si el estilo de Fernández y González fuera un postre, sería una torre de profiteroles con nata, caramelo, licor, fruta escarchada, bengalas y una nota de suicidio dramático escondida dentro. Este hombre no escribía: azotaba las páginas con la pluma como si le fuera la vida en ello. Cada diálogo es un duelo de honor, cada descripción una pintura de El Bosco en prosa, cada giro argumental una explosión de confeti y tragedia.

Y lo mejor: ¡es imposible aburrirse! Aunque uno no entienda nada, aunque pierda el hilo, aunque no sepa si está leyendo historia, fantasía o la telenovela medieval de la semana, sigue leyendo porque esto es entretenimiento puro. Es el Netflix de 1860, y con más muertes por página que Game of Thrones.

Conclusión: una tarta de locura que hay que probar

El Pastelero de Madrigal es un libro que nadie en su sano juicio calificaría de “obra maestra”… salvo que entendamos “maestra” como “obra que ha logrado volarme la cabeza de formas que no sabía posibles”. Es excesiva, ridícula, grandilocuente, melodramática, pero también gloriosamente divertida. Es como ver a un Shakespeare vestido de payaso, recitando Calderón mientras hace malabares con croquetas. Inolvidable.

Si lo lees esperando realismo, sutileza o coherencia, acabarás tirándote de los pelos y jurando odio eterno a la literatura del siglo XIX. Pero si lo abordas como lo que es —un pastel literario relleno de desmadre y drama con nata—, lo gozarás como un niño con barra libre en la confitería.

Porque al final, ¿qué es la literatura sino un gran banquete de historias imposibles? ¿Y qué mejor que un pastelero disfrazado de rey para recordárnoslo?

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 EL PASTELERO DE MADRIGAL… ¡DELIVERY REAL!

Gabriel llevaba una vida tranquila, casi zen, como pastelero hipster en Madrigal de las Altas Torres, un pueblito que salía una vez al año en España Directo. Tenía barba cuidada, tatuaje de batidora vintage en el brazo y una cafetería llamada “El Rey del Cruasán”, con obrador ecológico y wifi gratis. Su especialidad: pastel de zanahoria con lágrimas de unicornio vegano.

Todo era paz y merengue… hasta que un día llegó un turista portugués con gafas de sol de marca, traje arrugado y cara de haber dormido en una zanja. Se llamaba Baltasar y decía ser “historiador, pero de los buenos”. Pidió un cortado, se comió tres napolitanas y, sin previo aviso, le soltó a Gabriel:

—Majestad… ¡Usted es don Sebastián I de Portugal!

Gabriel parpadeó. Después miró a su ayudante, que estaba decorando donuts con frases de autoayuda. Después volvió a mirar al tipo.

—¿Perdona?

—¡Eres el legítimo rey de Portugal! ¡No moriste en la batalla de Alcazarquivir! Te escondieron en una panadería y tus descendientes se quedaron aquí, camuflados entre churros. ¡Eres el heredero!

—¿Pero esto es una broma del Pasapalabra?

Baltasar sacó un árbol genealógico impreso en papel cebolla y una carta escrita en portugués antiguo con manchas sospechosas de aceite. Gabriel leyó la carta, releyó el menú del día, y por alguna razón absurda, creyó.

Dos días después, lo tenías en Lisboa, en una rueda de prensa, con corona de cartón de Burger King, diciendo cosas como “Vengo a unificar la península… y a traer pasteles de calabaza para todos”.

Portugal entró en pánico. España también. Twitter ardía:
#ElPasteleroRey
#SebastiánYLosCruasanes
#HazteUnGabriel

El gobierno luso intentó ridiculizarlo, pero el pueblo le amaba. ¡Por fin un rey que sabía hacer macarons! Lo invitaron a NastierChef Celebrity, donde venció a Tamara Falcón en duelo de tartas. Y en La Resistencia, confesó que su plan real era abrir una franquicia de obradores republicanos.


Sin embargo, justo cuando parecía que iba a ser coronado entre ovaciones y hojaldres, una señora de 94 años apareció en televisión:

—Ese no es el rey Sebastián. ¡El verdadero vive conmigo desde 1954! Se llama Sebastián, tiene artrosis, pero cocina una sopa de nabo que resucita a los muertos.

Gabriel suspiró aliviado. Cerró la tienda en Lisboa, volvió a Madrigal y colgó un cartel que decía:

“Ya no soy rey. Pero el pastel de zanahoria sigue siendo real. Y republicano.”

Y desde entonces, cada día, sirve justicia en porciones. Con extra de nata.


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